No eran especialmente bonitos, pero en su expresión denotaban o traslucían algo enigmático. Fue lo primero en que se fijó aquel día, cuando alguien ya no recordaba quien, se lo presentó.
Sí, siempre lo supo. Aquel joven tenía algo especial en sus ojos : almendrados, ni grandes ni pequeños, de color indefinido, las más de las veces azules, como el mar, otras veces verdosos, a veces grises. Siempre dibujando un esbozo de sonrisa, siempre cambiantes, mágicos y soñadores.
Al marcharse de allí siempre supo que aquella etapa vivida libre, sin ataduras, sola en tierra extraña , quedaba atrás. Era como pasar la página de un libro cuando acababa un capítulo. Habían sido unos meses de libertad, libre de los convencionalismos sociales y familiares que siempre habían estado presentes en su vida. Y en cierta medida la habían condicionado. Ahora dudaba. Aquel nuevo contrato de trabajo, tan alejado de casa le proporcionaba la coartada perfecta para alejarse del viejo mundo.
Miraba a través de los cristales de la ventanilla del tren sin apenas percibir los cambios del paisaje, pero atrás iban quedando las inmensas planicies, pardas como eriales, con enormes bolas de paja, y aparecían pequeñas manchas verdes, sotos de ribera y frutales en esos momentos preñados de frutos. Pronto los ríos turbios, revueltos, sucios, con color de chocolate llamaron su atención. No estaba acostumbrada a ver esas aguas tan oscuras. De repente un escalofrío recorrió su espalda. Anochecía y allí, arropándola con su mirada estaba él. Se inclinó hacia ella lentamente, rodeó sus hombros con sus brazos y selló su boca con sus labios tibios. Un brusco frenazo y el silbato del tren la despertaron.
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